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ubicuamente : breviario de incertidumbre

Lost in Hollywood

[Apartamento con vistas a un cartel luminoso, 6:13 AM.]

Suena el despertador. Como cada mañana durante el último par de semanas, sin importar la hora a la que me levante, una emisora de nombre impronunciable emite la hora, el tiempo y las noticias de interés. Es una de las ventajas de vivir en una película, el inconveniente más evidente es que la última noticia hablaba de mi fuga tras haber asesinado a la mujer de mi ex-jefe, el comisario: estoy en busca y captura, y la recompensa es suculenta. De todos modos se me ve tranquilo, por supuesto soy inocente, no es más que un complot de la mafia china que, en vez de pegarme un tiro en la cabeza, se dedica a hacerme la putada. Cosas de la vida.

Me levanto maldiciendo y me arrastro hasta la cocina. En la nevera sólo hay una botella de leche abierta -llena eso sí- y un trozo de pizza de ¿ayer? Me hago el jodido, como si hubiese visto otra cosa en las últimas semanas. Agarro la jarra de café frío y me lo sirvo en una taza cogida del fregadero, mojo los labios prietos y simulo tragar mientras me rasco la cabeza y miro pensativo por la ventana. Una mujer y su hijo juegan en el parque -si se le puede llamar jugar a dar saltos riéndose con cara de gilipollas-, por supuesto me recuerdan a mi mujer y a mi hijo, asesinados por la misma mafia tocacojones, y juro venganza golpeando la mesa con el puño. La emoción intensifica el dolor de la bala alojada en el hombro. ¿A que no se me había notado hasta ahora? La putada es que no puedo ir al hospital por razones evidentes y nadie se ha dignado a ponerme un amigo cirujano, "muy forzado" dicen, no te jode.

En décimas de segundo me desvisto, ducho, seco, acicalo, visto y cojo las llaves del coche. En cargar la pistola tardo de cinco a diez segundos. De repente, aparezco en mi descapotable rojo, se supone que debería ir de incógnito, pero ¡qué coño!, levanto la capota, me pongo mis gafas de sol macarronas y la radio a todo volumen. Sonrío, pero lo cierto es que ya me empieza a tocar los cojones escuchar día tras día la misma puta banda sonora. Cosas de royalties.

Y ahí me ven: vaqueros, botas, chupa de cuero, camisa de franela y una Desert-Eagle 0.50 pegada al pecho. Como todo buen policía-expulsado-del-cuerpo que se precie (y no duden que era el mejor del cuerpo, aunque algo indisciplinado, por supuesto) tengo un amigo algo tirado, y más feo que yo, que me debe un gran favor. Lo que no recuerdo es si le salvé la vida o le saqué de la droga. El caso es que ya estoy allí: el peor barrio de la ciudad. Un portón metálico cierra una gran nave abandonada. Mi amigo espera, entro dejando la capota de mi deportivo bajada, consciente de que me observa en la oscuridad.

- No me ha seguido nadie - asevero.
- Bien, entonces estamos solos.

Me giro hacia la voz y veo al coleguita avanzando entre las sombras con paso firme y decidido. Intercambiamos algunas frases hechas, yo me hago el listillo, él no deja de recordarme lo mucho que me debe y que la herida me la debería ver un médico... palabrería, y yo no he ido allí para hablar, si no lo hubiese llamado por teléfono, que tengo uno móvil muy guapo. Hemos ido allí para que nos disparen, como suena.

Fuego cruzado, malotes vestidos de negro con gafas de sol -sí, hay poca luz, pero tampoco tienen que acertar- empiezan a aparecer de entre las cajas, y con cada malote una gabardina y un pinganillo.

- ¡Mierda!¡Una emboscada! - grito, por si alguno de los presentes no se había dado cuenta.

Corro a parapetarme detrás de un bidón de gasolina, saco la pipa -con munición infinita de serie- y me lío a pegar tiros. Los malotes empiezan a caer como moscas, uno tras otro, muerte instantánea, sin tiempo para decirles a sus compañeros algo como "dile que siempre la quise" mientras escupen sangre a borbotones. En pleno fragor del tiroteo, me saco un primer plano de la manga y le susurro a mi amigo (que está como a 5 metros parapetado detrás de otro bidón de gasolina):

- ¡Cúbreme!

Mi amigo, que no es que hable mucho, pero oye de puta madre, asiente y sigue a lo que estaba: pegando tiros indiscriminadamente. Entretanto, me incorporo y salgo por patas sin dejar de disparar -y sin dejar de matar malotes, por tanto-. El fuego enemigo levanta esquirlas del suelo bajo mis pies, pero -¿cómo dudarlo?- salgo ileso del percance y, al poco, mi amigo jadeante.

Nos montamos en mi deportivo, saltando por encima de la puerta, y ahuecamos a toda ostia. Los malotes, que no han perdido el tiempo, nos persiguen en dos furgonetas negras con cristales tintados. Atravesadas cuatro manzanas, desembocamos en una gran avenida montando un pifostio descomunal. Detrás de nosotros: turismos, taxis, un autobús escolar y hasta un camión de bomberos se cruzan en un choque colectivo; la primera furgoneta vuela por encima del amasijo de chatarra estallando al impactar contra el suelo. La segunda se detiene impotente.

- ¡Mmmmpf!¡Lo cogeremos! - grita cabreado un despiadado chino con acento de Ohio.

Tras el exitoso esquinazo, decidimos almorzar en una cafetería de carretera, en la mesa pegada a la ventana. Más tarde, tendré que ir a junto del malo maloso para que me den una paliza y me encierren en otra nave abandonada; para después dejarme escapar. Lo cierto es que es un coñazo estar atrapado en una película de acción americana, yo hubiese preferido algo más místico como Robert Walker con Ava Gardner en "One touch of Venus" o más terrenal como Marlon Brando con Maria Schneider en su pisito, en "Last tango in Paris". Pero así es la vida, más jodido lo tienen los malotes. La parte buena es que mañana tengo una cita -pospongo el fregao- y acabaré follando. Lo dicho, más jodido lo tienen los malotes.

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