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ubicuamente : breviario de incertidumbre

La oreja de Paco

La oreja de Paco era enorme, aunque no llamaba la atención por estar en armonía con su descomunal cabeza, que sí que llamaba la atención ¡y de qué manera! Esta oreja tenía un pliegue en el lóbulo, la abuela siempre había dicho “éste no espabila en la vida, miradle el lóbulo de la oreja”, cosas de la vida, la abuela, por una vez, había tenido razón, aunque nunca lo llegó a saber: cuando Paco necesitó una habitación desalojaron la de la abuela y la llevaron a un asilo, desde entonces no la habían vuelto a ver, ni en su velatorio. Los pliegues de su oreja, profundos y sinuosos, como extrañamente compactados, daban a la oreja la apariencia de una col; estaba además rotada, de modo que el lóbulo apuntaba hacia detrás, y volteada hacia delante. Esta perpendicularidad respecto a su nariz era el aspecto de su fisonomía que más disgustaba a Paco: con ocho años había acuchillado a su madre hasta matarla por haber escrito en su puerta, con grandes letras rosas, “oreja de soplillo”. Por lo demás, la oreja era como las demás: se ubicaba, más o menos, en donde casi todas las orejas, en un lateral de la cabeza.

Una soleada mañana de Diciembre, mientras Paco admiraba su oreja ante un espejo, observó que el pliegue superior – la “hélice” – había tomado una extraña tonalidad, más oscura. Rotó, giró e inclinó la cabeza en todas las direcciones imaginables, pero no consiguió ver nada por debajo del pliegue. Desde fuera todo parecía normal, sólo aquel color oscuro revelaba que algo había cambiado en Paco.

Exaltado, Paco corrió hacia el centro de salud que coronaba su calle intentando fijarse en cada escaparate en el reflejo de su oreja pero sin aminorar la marcha. Llegó jadeante y visiblemente alterado.

El médico era un hombrecillo de mediana edad flaco, desgarbado y adusto; su cara reflejaba la frustración de no haber podido ser médico forense, su gran vocación. La enfermera era una mujer grande, voluptuosa, de húmedo aspecto y grandes senos, vestía minifalda, camisa ceñida y cofia; podría decirse que representaba el forzado arquetipo de enfermera pornográfica.
– ¡Mmmzengo la ogueja odscuda! – informó esforzadamente, el resultado no fue del todo malo si tenemos en cuenta que Paco, además de gangoso, era sordo de nacimiento.
– ¿Cómo? – inquirió el médico constriñendo la expresión.
– ¡Je mzengo la ogueja odscuda! – exclamó de manera aún más esforzada.
– Yo creo que dice que tiene la oreja oscura – interrumpió la enfermera.

El hombrecillo estalló en carcajadas y se estuvo riendo un buen rato hasta que vio que Paco y la enfermera le observaban serios.
– ¡Coño! ¡Pues es verdad! ¡La hélice es más oscura! – y cuando se hubo repuesto – ¿qué coño podrá ser?
– Yo creo que eso es la oreja.
– ¿Cómo?
– La oreja.
– ¡Ah! Sí, sí… claro [inspira]. Bueno [suspira], veamos...

Agarró el pliegue superior de la oreja de Paco e intentó doblarlo.
– ¡Joder! ¡Qué duro está esto! Tráeme el espejito de las rayas.
– Joserramón… – exigió alarmada.
– No te preocupes, mujer, es sordo. Trae… a ver si con esto…

Pasó la lengua cuidadosamente por el espejo y lo secó con la manga de su bata. Por suerte cabía ampliamente en la oreja de Paco, lo orientó y ambos se acercaron a comprobar que podía provocar aquella extraña tonalidad en la hélice de Paco.

El hombrecillo comenzó a vomitar por encima de sí mismo, las violentas arcadas convulsionaban su frágil cuerpo impeliendo el vómito por encima de la mesa, los vómitos – entre los que se adivinaba un buen plato de macarrones – comenzaron a derramarse sobre el cuerpo inerte de la enfermera que yacía inconsciente a los pies de la mesa.

Paco, inmóvil, sorprendido, boquiabierto, miraba asqueado a la enfermera “¡dios, cuán enormes son sus senos!”, los vómitos, que se le antojaron caramelo, resbalaban por sus pechos yéndose a estancar bajo la barbilla. Paco dudó, miró al médico que se escurría en la silla como la babilla negra que caía de entre sus comisuras, volvió a mirar a la enfermera… en un arrebato de decisión levantó un pié y con despreocupada violencia pisó los pechos de la enfermera, eran más duros de lo que imaginaba, se contentó con darles pequeñas patadas y contemplar como rebotaban haciendo burbujear el vómito que contenían.

Paco se alejó de la mesa y observó la escena, la enfermera – cubierta por el vómito – y el médico – echado encima de él – seguían inmóviles, inconscientes; la espera impacientaba a Paco: seguían sin moverse. Aburrido, se acercó al perchero, cogió sus móviles y se fue.

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